Amor que atrae y divide

Huyamos de la ilusión de que al hacer el bien sólo cosecharemos aplausos y elogios. El apóstol debe estar preparado para la persecución y la contradicción.

17 de agosto – XX Domingo del Tiempo Ordinario

Las lecturas de este domingo pueden resultar algo extrañas en un mundo donde la palabra amor ha adquirido una connotación de complicidad y aceptación incondicional. Muy distinta a este concepto es la realidad a la que se enfrentan quienes, movidos por una auténtica caridad, desean seguir los pasos del Salvador…

Aunque los actos de amor y de dedicación por la salvación de las almas despierten inicialmente admiración y entusiasmo, no es infrecuente que esta reacción degenere en envidia, odio y calumnia. Así ocurrió con Nuestro Señor Jesucristo: aclamado por sus milagros y recibido como rey el Domingo de Ramos (cf. Jn 12, 13), días después escuchó de sus propios compatriotas el grito unánime de «¡Crucifícalo!», ante la mirada atónita de Pilato (Jn 19, 6).

De esa verdad también nos da un ejemplo la primera lectura, cuando narra la suerte del profeta Jeremías por predicar lo que el Señor le había mandado: «Los dignatarios dijeron al rey: “Hay que condenar a muerte a ese hombre, pues, con semejantes discursos, está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad y al resto de la gente”» (Jer 38, 4).

Ahora bien, muchos emprenden el camino de la virtud movidos por un cierto amor a Dios y al prójimo, si bien superficial, sin pensar en los obstáculos que les esperan. Y cuando éstos aparecen, se desalientan… Opuesta fue la actitud del divino Maestro, como escuchamos en la segunda lectura: «Recordad al que soportó tal oposición de los pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo» (Heb 12. 3).

Desde toda la eternidad Jesús sabía los efectos que produciría el fuego de su amor por la gloria del Padre y la salvación de las almas: «He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división» (Lc 12, 49-51).

División… El Señor ya había sido bautizado por Juan en el Jordán. El bautismo al que se refiere en este pasaje del Evangelio es, por tanto, su pasión y muerte, un bautismo de sangre, dolor y tribulación. Quiso ardientemente tal holocausto, deseando que se cumpliera cuanto antes, pues sabía que ésa era la consumación de su misión, iniciada con la encarnación e impulsada por un amor infinito a la humanidad pecadora.

He aquí una lección para nosotros. Cuando Dios nos llama a cumplir una vocación, a realizar una obra de apostolado, a vencer un vicio o un capricho, a abandonar una ocasión de pecado, en definitiva, a amarlo sobre todas las cosas en nuestro día a día, ¡obedezcamos su voz sin demora!

Por último, pidamos a María Santísima que nos abrase con su amor, y que su divino Hijo nos utilice como instrumentos fieles para la propagación de ese fuego purificador por toda la faz de la tierra. ◊

 

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