El final de siglo XIX reveló una civilización occidental fascinante, que parecía haber realizado todos los sueños de riqueza y esplendor hasta entonces inimaginables. Al frente del brillante ejército prusiano, Otto von Bismarck afirmaba: «Estoy aburrido, las grandes cosas ya han sido conquistadas»; Alemania se afamaba con un milagro industrial; la riqueza intelectual y cultural de Francia convertía París en el centro de todas las miradas, dando lugar al refrán popular: «Tan feliz como Dios en Francia»; Inglaterra poseía pleno poder sobre los mares; la corte del Imperio ruso relucía en suntuosidades; los jóvenes y prósperos Estados Unidos de América se desarrollaban con vigor. Poetas, científicos, filósofos y magnates formaban la flor de una humanidad cuyas interrelaciones parecían pacíficas.
Con este estado de espíritu los hombres cruzaron el umbral del siglo XX. Sus corazones, no obstante, otrora ligados todavía al Cielo por influencia de la Santa Iglesia, bajo el engañoso encanto del éxito y de la prosperidad, se fueron apegando a esta tierra y distanciándose de su Creador. Ahora bien, así como la Luna no es más que un insignificante cuerpo sumergido en tinieblas sin la magnificencia de los rayos solares, así también los hombres se hunden en horrores cuando no son iluminados por la luz de la gracia divina… Los oscuros errores de aquella sociedad no tardaron, por tanto, en manifestarse.
Una muerte, presagio de muchas otras
Junio de 1914. El archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austrohúngaro, había inspeccionado los ejercicios de verano de algunos cuerpos del Ejército Imperial en Bosnia y presenciado las maniobras militares junto con dos de sus mejores generales, y el día 28 se dirigió a la capital, Sarajevo. Mientras paseaba por la ciudad en coche abierto, sufrió un atentado que puso fin a su vida y a la de su esposa, Sofía.
Lo que algunos imaginaban y quizá otros ni siquiera sospechaban es que este episodio, aparentemente significativo tan sólo para el Imperio austrohúngaro, abría un nuevo capítulo en la Historia. Aquella aparente paz mundial que, en el fondo, escondía una creciente tensión entre las potencias, llegaba a su fin allí. El asesinato de ese matrimonio presagió incontables muertes más que ocurrirían en una inmensa convulsión internacional nunca vista entre los hombres: la Primera Guerra Mundial, entonces conocida como la Gran Guerra.
Parece desproporcionado que el magnicidio de Sarajevo desencadenara un acontecimiento tan trágico y de tamaña amplitud. Ésta ha sido una cuestión muy valorada a lo largo de las décadas, y sobre la cual los historiadores han planteado numerosas hipótesis. No obstante, lo cierto es que la ambición de figuras clave en el gobierno de las naciones europeas encontró en esta ocasión una excelente oportunidad para servir a sus intereses.
Comienza la guerra
La declaración formal de guerra del Imperio austrohúngaro contra Serbia tuvo lugar el 28 de julio de 1914. Al cabo de ocho días, ocho países, entre ellos cinco de las seis grandes potencias de Europa, estaban en guerra con al menos uno de sus vecinos. En poco tiempo la política de las alianzas, movida por las hostilidades y conveniencias de cada nación, dio origen a dos conocidos bloques beligerantes, formados por un lado por Alemania y Austria, y por otro, por Francia, Inglaterra, Rusia y, más tarde, Estados Unidos.
Millones de hombres vistieron sus uniformes al comenzar los enfrentamientos imaginando que tal empresa no duraría mucho… ¡Qué engañados estaban! Aquella tragedia se extendería cuatro largos años y terminaría arrasando el continente europeo, arrojando al barro de las trincheras el mencionado esplendor que había caracterizado la Belle Époque.
Ejércitos atrincherados
En el frente occidental, Alemania avanzaba rápidamente con su característica disciplina y eximia logística. Treinta y siete días después del asesinato del archiduque Francisco Fernando, las primeras tropas alemanas cruzaban la frontera francesa, tras haber invadido Bélgica, que se había opuesto a su paso. Allí, soldados franceses y británicos se habían unido para enfrentarlas. Empezaba la batalla de las Fronteras que, siendo el simple comienzo de los combates, provocó una calamitoso suma de 260.000 bajas.
Entre avances y retiradas, en la batalla del Marne, que ocurrió en septiembre de 1914, el ejército franco-británico logró repeler a los alemanes, que ya estaban a punto de invadir París, y los obligó a refugiarse en el valle del Aisne. En determinado momento, no obstante, una serie de fracasadas maniobras de flanqueo dejó a ambos contendientes sin espacio para avanzar… Por eso fueron obligados a construir trincheras y, en noviembre, ya habían excavado líneas continuas de ellas, que se extendían desde el mar del Norte hasta la frontera con Suiza.
En esta denominada «tierra de nadie», el avance de tropas se había estancado, pero el intercambio de disparos era incesante. Soldados heridos y muertos yacían dispersos. La humanidad estaba aterrada. Hacía tiempo que no se veía semejante calamidad: familias rotas, casas perdidas, abundante sangre derramada…
Ante esta triste situación, surgían los intentos por alcanzar un tratado de paz. Un grupo de 101 señoras británicas firmaron una Carta abierta de Navidad, un mensaje público de paz dirigido principalmente a las mujeres alemanas y austríacas; y el 7 de diciembre, el papa Benedicto XV propuso una tregua oficial entre los ejércitos: «Que los cañones callen al menos en la noche en la que los ángeles cantan». Todo en vano, porque las peticiones fueron rechazadas. La guerra continuaría.
Canciones navideñas en plena batalla
Un hecho inesperado, sin embargo, vino a traer a aquellos monótonos días de sangre un poco de la paz tan anhelada.
Tras largas horas de enfrentamiento, unos soldados británicos cansados y cubiertos del barro de las trincheras contemplaban el anochecer. Los disparos habían cesado, las estrellas brillaban. Algunos estarían tal vez curándose las heridas, otros limpiando sus armas; todos, a pesar de la enorme tensión, intentaban descansar. De pronto, los centinelas vieron unas luces en el campo vecino. En poco tiempo, la insólita escena llamó la atención de varios hombres que estaban en refugios y también se pusieron a observar lo que ocurría. Era la noche del 24 de diciembre.
Enseguida, todos se dieron cuenta de lo que estaba pasando: los alemanes, tocados por las gracias propias al nacimiento del Salvador, habían improvisado una celebración en pleno campo de batalla. Aún asombrados, ¡los ingleses oyeron el Noche de paz! Rindiéndose a la misma gracia, éstos también comenzaron a cantar un villancico. La hostilidad existente entre los dos ejércitos se disolvió por un momento, como por arte de magia…
Un soldado raso presente en esa ocasión, Graham Williams, de la brigada de fusileros de Londres, así describe la escena: «De repente, comenzaron a aparecer luces a lo largo del parapeto alemán, que evidentemente eran improvisados árboles de Navidad, adornados con velas encendidas, que ardían constantemente en el aire silencioso y gélido. Otros centinelas, por supuesto, habían visto lo mismo, y rápidamente despertaron a los que no estaban de guardia, dormidos en los refugios […]. Entonces nuestros adversarios empezaron a cantar “Stille Nacht, Heilige Nacht”. […] Terminaron su villancico y nosotros pensamos que debíamos “contratacar” de alguna manera, así que nos pusimos a cantar The First Nowell. Cuando acabamos, todos ellos comenzaron a aplaudir; y luego empezaron otro de sus favoritos, O Tannembaum. Y así seguimos. Primero los alemanes cantaban uno de sus villancicos y después nosotros, uno de los nuestros; hasta que empezamos el O Come All Ye Fainthfull e inmediatamente se unieron a nosotros, cantando el mismo himno, pero con la letra en latín: “Adeste fideles…”». Graham concluye diciendo: «Y pensé, bueno, esto es realmente extraordinario —dos naciones cantando el mismo villancico en medio de una guerra».1
Centro de la Historia, Príncipe de la paz
En ese ambiente lleno de alegría, un soldado alemán se aventuró a salir de la trinchera en son de paz. Su actitud infundió confianza en el resto y enseguida todos saltaron desarmados de sus escondrijos, a fin de saludarse e intercambiar regalos, como chocolatinas, tabaco y souvenirs. Jugaron y cantaron juntos, además de conmemorar la Navidad asistiendo a una misa bilingüe, celebrada por un sacerdote escocés. También devolvieron los cuerpos de los combatientes fallecidos e incluso realizaron funerales conjuntos.
El capitán Robert Miles, de la infantería ligera de Shropshire, contó igualmente lo sucedido aquella noche mediante una carta publicada posteriormente en el Daily Mail: «Viernes. Estamos teniendo el día de Navidad más extraordinario que se pueda imaginar. Existe una especie de tregua no ordenada y absolutamente desautorizada, pero perfectamente comprendida y observada escrupulosamente entre nosotros y nuestros amigos de enfrente».
De hecho, la paz —tan idolatrada hoy en día— sólo puede obtenerse a través de la fe cristiana. Bajo su resplandor se desvanecen todas las seudorrazones dictadas por el egocentrismo para justificar el error. Aquellas canciones navideñas colmadas de piedad aclaraban, aunque fuera por un momento, las conciencias: «¿Para qué las peleas? ¿Qué motivo hay para tanta enemistad? ¿No somos todos hijos del mismo Dios?». Las rivalidades, pues, desaparecían. Eran restos de cristianismo que palpitaban en el fondo de los corazones de aquellos que, a pesar de las circunstancias, aún consideraban a Nuestro Señor Jesucristo el verdadero centro de la Historia.
¡Deseemos la verdadera paz!
«Lux in tenebris lucet» (Jn 1, 5), afirma San Juan Evangelista a propósito del nacimiento del Señor. Y para la humanidad de todos los tiempos, la festividad de Navidad viene siempre cargada de luces y promesas.
En efecto, en este año que estamos viviendo, tan amenazado por guerras, convulsiones y terror, ¿qué pediremos ante el Pesebre? Ciertamente el final de tantos conflictos, responderán algunos. La petición más perfecta, sin embargo, quizá no sea ésa. Tal vez le agrade más a Dios que le imploremos la conversión sincera de todos los corazones —empezando por el nuestro— a su divino Hijo, Rey Pacífico: en tal caso, la humanidad alcanzará la tan anhelada, necesaria y propagada paz en la fuente inagotable donde realmente se encuentra. ◊
Notas
1 BROWN, Malcolm. The Christmas Truce 1914: The British Story. In: FERRO, Marc et al. Meetings in No Man’s Land. Christmas 1914 and Fraternization in the Great War. London: Constable & Robinson, 2007, p. 29.
O Paz: precioso don de la Navidad
¡O beata nox! Sí, bendita noche que presenció el nacimiento de un Niño que inauguró una nueva era histórica. En aquella noche le fue ofrecido a la humanidad un don precioso que no le sería retirado ni siquiera cuando ese Niño regresara a la eternidad: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14, 27). […]
Todas las palabras de Jesús son de vida eterna y misteriosamente atractivas, pero al ser rememoradas junto al Pesebre nos llevan a desear adentrarnos en su significado, especialmente las que se refieren a la paz que llegó hasta nosotros aquella noche. ¿Cuál será su naturaleza? Es la paz que toda criatura humana anhela con ansias, aunque a menudo se busca donde no está y, más aún, se yerra en cuanto a su verdadero contenido y sustancia.
¿No se encontrará en este concepto erróneo la causa principal de que el mundo esté casi siempre inundado de guerras y catástrofes a lo largo de varios milenios? Todo ello fruto de la pseudo paz que el mundo nos ofrece, bastante diferente de la que los ángeles cantaron a los pastores en aquella bendita noche de Navidad. […]
Sobre el mismo asunto así se expresaba Benedicto XVI: «En primer lugar, la paz se debe construir en los corazones. Ahí es donde se desarrollan los sentimientos que pueden alimentarla o, por el contrario, amenazarla, debilitarla y ahogarla. Por lo demás, el corazón del hombre es el lugar donde actúa Dios. Por tanto, junto a la dimensión “horizontal” de las relaciones con los demás hombres, es de importancia fundamental la dimensión “vertical” de la relación de cada uno con Dios, en quien todo tiene su fundamento».1
Por tanto, en medio de las numerosas tragedias actuales, ahora más que nunca, resuenan en nosotros en esta Navidad los cánticos de los ángeles, como otrora sucedió con los pastores. Nos ofrecen a cada uno de nosotros en particular la verdadera paz, invitándonos a subordinar nuestras pasiones a la razón y ésta a la fe. También nos ofrecen el final de la lucha civil, de la lucha de clases y de las propias guerras entre las naciones, con la condición de que observen cuidadosamente los requisitos impuestos por la jerarquía y la justicia. En síntesis, para que recibamos de los ángeles ese ofrecimiento que tanto ansiamos, es indispensable estar en orden con Dios, reconociéndolo como nuestro Legislador y Señor y amándolo con total entusiasmo.
Es lo que, con tanta lógica y unción, comenta San Cirilo: «No lo mires simplemente como a un niño que fue depositado en un pesebre, sino que en nuestra pobreza hemos de verlo rico como Dios, y por esto es glorificado incluso por los ángeles: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». Pues los ángeles y todas las potencias superiores conservan el orden que les ha sido dispensado y están en paz con Dios. En modo alguno se oponen a lo que le place, sino que están establecidos firmemente en la justicia y la santidad. Nosotros somos desgraciados al colocar nuestros propios deseos en oposición a la voluntad del Señor, y nos hemos puesto en las filas de sus enemigos. Esto ha sido abolido por Cristo, pues Él mismo es nuestra paz y nos une por su mediación con Dios Padre, quitando de en medio el pecado, causa de enemistad, justificándonos con la fe, y llamando cerca a los que están lejos.2 […]
Y con no menos espiritualidad añade San Jerónimo: «Gloria en el Cielo en donde no hay jamás disensión alguna, y paz en la tierra en la que no haya a diario guerras. “Y paz en la tierra”. Y esa paz, ¿en quiénes? En los hombres. […] “Paz a los hombres de buena voluntad”, es decir, a quienes reciben a Cristo recién nacido».3 ◊
Extraído de: CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio.
«¡Gloria y paz!». In: Lo inédito sobre los Evangelios.
Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio;
2014, t. I, pp. 99-106.
Notas
1 BENEDICTO XVI. Mensaje con ocasión del XX Aniversario del Encuentro Interreligioso de Oración por la Paz, 2/9/2006.
2 SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA. Explanatio in Lucæ Evangelium, c. II, v. 7: PG 72, 494.
3 SAN JERÓNIMO. «Homilia de Nativitate Domini». In: Obras Completas. Obras Homiléticas. 2.ª ed. Madrid: BAC, 2012, t. I, p. 959.
Excelente artículo que, con claridad y precision, introduce al lector a visualizar, conocer y meditar sobre una sociedad y unos acontecimientos, “ producto de la Revolución”, que ,en un momento de la Historia , llevaron a Europa a la guerra y a la desolación.
Pero, como enseño el Dr D. Plinio Correa de Oliveira, para vencer a la Revolucion se impone la Contra-Revolucion, la Cristiana , la “ Llama de la Verdad”. Si se apuesta y se lucha por ella, día a día, al final , se podrá decir: Alto el fuego! y , todos juntos ,cantar “ Adeste fideles”.