Excelente remedio contra los dramas de la vida, la admiración eleva nuestras almas al amor de los beneficios que el Señor ha otorgado a los demás, los cuales iluminan como estrellas la noche oscura de nuestras pruebas.
Bien conocida es la obra Noche oscura de San Juan de la Cruz, en la cual el autor explica el proceso de purificación de las imperfecciones del alma, «disponiéndola para la unión de amor con Dios».1 Pienso, sin embargo, que al maestro de la vida espiritual no le importará si en estas páginas, en lugar de desarrollar su sublime pensamiento, consideramos brevemente un asunto conexo.
La «noche oscura» descrita por el místico carmelita puede parecer horrible, similar al castigo infligido a los egipcios: unas «tinieblas tan densas que puedan palparse» (cf. Éx 10, 21). Incluso en tales circunstancias hemos de mantener un estado de espíritu sereno, confiado y seguro, ciertos de que nunca será abandonado el que espera en el auxilio del Cielo. Así lo afirma el mismo santo: «Tomando Dios la mano tuya, te guía a oscuras como a ciego»; «por ir a oscuras, no sólo no va perdida [el alma], sino aun muy ganada, pues aquí va ganando las virtudes».2
Ahora bien, por muy clara que esté la meta de la prueba —la plena unión de amor con el Señor—, los medios siempre serán arduos y cargados de perplejidades. Entonces, ¿cómo seguir adelante en tan difícil coyuntura?
Cuando el sol ya se ha puesto y la generalidad de los hombres descansa a fin de prepararse para la próxima jornada, un velo negro envuelve el firmamento. Aunque la brillante luna no deje verse, allí se encontrarán centelleando como de costumbre las estrellas, confortando a quienes las contemplan e indicando el rumbo correcto. Algo semejante les sucede a los hijos de la luz durante la noche oscura del alma: para los que desean caminar por la senda de la virtud en medio de las tinieblas de este mundo, admirar las cualidades de los demás puede servirles de consuelo en el momento en el que las angustias se intensifican y pretenden sofocarnos.
La admiración da alas para volar sobre los obstáculos con levedad e incluso con gusto. Es un excelente instrumento para amenizar los dramas de la vida.
Siempre —repito, ¡siempre!— habrá en los otros atributos dignos de admiración. No obstante, me refiero sobre todo a aquellos cuyos ejemplos nos conducen a la santificación: «Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad» (Dan 12, 3). El propio Verbo Encarnado, hallándose por encima de cualquier comparación, no dudó en mostrar su admiración por la generosidad de la pobre viuda (cf. Mc 12, 43-44; Lc 21, 3-4), por la fe del centurión romano (cf. Mt 8, 10; Lc 7, 9) o por la lealtad de Natanael (cf. Jn 1, 47)…
«Stella enim ab stella differt claritate» —una estrella se distingue de otra por su resplandor— (1 Cor 15, 41). Una vez más algo análogo ocurre con el género humano. El supremo Artífice no ha creado a todas las almas iguales, sino distintas, y cada cual representa de manera específica alguna perfección de Él mismo; así, se completan en armonía y conforman un escenario incomparablemente más hermoso que el conjunto de los astros.
¡He aquí el amor único y exclusivo del Omnipotente por sus hijos! Aun cuando alguien pueda parecer el más miserable de entre los mortales, incapaz de cualquier obra buena —y, de hecho, desde el punto de vista sobrenatural ¡todos somos así!—, para Él cada uno es una magnífica estrella, receptáculo de su infinito amor.
Considerar esa benevolencia divina hacia nuestro prójimo amenizará los sufrimientos que debemos atravesar. Por lo tanto, conscientes de nuestras propias limitaciones, en cada estación del «Vía crucis» individual, nuestros ojos serán más capaces de encontrar a Dios en nuestros hermanos y hermanas. ◊
Notas
1 SAN JUAN DE LA CRUZ. «Noche oscura». L. I, c. 8, N.º 1. In: Obras. Burgos: El Monte Carmelo, 1929, v. II, p. 386.
2 Ídem, L. II, c. 16, N.º 7, p. 472; N.º 3, p. 470.